Blogia

Norma Segades - Manias

Poema a Santa Fe.

Cuando llegué a la vida me acercaste a tu pecho.
En la mañana fría junio estaba naciendo.
Detrás de los cristales
rezaban sus plegarias de brazos descarnados hacia el pálido cielo
los árboles dormidos del boulevard antiguo
que nace junto al agua.
Me entregaste en silencio tus calles pueblerinas,
el paisaje costero,
el Paraná que pasa acunando recuerdos,
los sauces mensajeros de adioses vegetales,
la Solapa acechando entre flores de ceibo,
la fragancia envolvente de los blancos jazmines en los atardeceres del soñoliento enero,
los parques caminados con paciencia infinita de la mano morena que me tendió el abuelo,
tus casas coloniales cobijando la historia,
un puente legendario que quiso ser velero para seguir el paso de los camalotales
navegando las olas que no tienen regreso
y en la tarde ventosa de un día de septiembre sumergió en la laguna su corazón de hierro.
Me brindaste la tierra,
los soles generosos,
el tranquilo escenario para mis simples sueños
por eso eres tan mía como mi piel cetrina,
por eso soy tan tuya como el agua y el viento.

Madre.

Amo el vocablo que te nombra,
madre,
por ser potente faro,
luna dormida que ilumina senderos tenebrosos con la luz de su lámpara encendida,
lo amo por ser el cuenco que contiene de las flores más bellas la fragancia,
la cajita de música que alberga las límpidas canciones de la infancia,
lo amo por ser el nido que cobija la tibieza que encierran tus miradas
y esa frágil sonrisa silenciosa que nos brindas al fin de las jornadas.
Lo amo por ser el aire que recibe
de tus manos
el tímido aleteo
pero también el cofre donde encuentro las energías para empezar de nuevo.
Lo amo por ser el árbol donde brota el generoso valor de las renuncias
y la oración al Dios de los humildes
con las palabras simples que pronuncias.
Lo amo por ser el sol en donde estalla el eco alegre de tu voz campana
y la autenticidad de la pobreza al repartir el pan
cada mañana.
Por ser serena imagen de la vida,
la génesis exacta de la sangre que es manantial de luz en mi memoria,
amo el vocablo que te nombre,
madre.

Recuerdos de infancia.

Nosotras compartimos los insomnios distantes,
los vahos bochornosos de las noches de enero
en esa reducida casucha de madera
cuando la adolescencia nos quemaba en el pecho.
Nos unen los secretos apenas susurrados en los crudos inviernos monótonos de escarcha
mientras nos abrazábamos
temblando en el silencio
bajo el tibio refugio de las fragantes mantas.
Nos unen los recuerdos de una infancia perdida
en el patio soleado festoneado de plantas
y la sombra pretérita de muertos paraísos extendida en la siesta poblada de cigarras.
Nos unen sentimientos que archivó la nostalgia
tras la textura mustia de las pieles ajadas
donde se hacen añicos los ceñidos horarios
y el muro indiferente de las perfectas máscaras.
Ramajes subterráneos nutriéndonos de imágenes
en una comunión tan íntima,
tan mágica,
que hay algo de tus lágrimas dentro de mis poemas
y hay algo de mis sueños dentro de tu mirada.

Amiga.

A Elena Piro in memoriam

La pequeña Elenita se detuvo en el tiempo con toda la frescura de su abierta sonrisa
y con ella,
de pronto,
se durmieron los sueños
bajo el sol palpitante de la tarde infinita.
Sus amigos seguimos caminando la vida
para cumplir mandatos de los ciclos biológicos,
perdimos la inocencia una noche cualquiera
y nos enamoramos de otros seres anónimos.
Cumplimos puntualmente con nuestros funerales
como les corresponde a personas adultas
y a veces nos sorprende su tumba en el camino
colmando las miradas de una vieja ternura.

Rapto.

¿Quién se robó mi niña de papel y tijera?
¿Dónde marchó la sucia artesana del barro a mostrar la inocencia de sus manos morenas?
¿Dónde fue la rebelde fierecilla indomable que alentaba batallas a la hora de la siesta?
¿Quién se robó mi niña de papel y tijera?
¿Dónde huyó la pequeña madrecita oscilante que arrullaba los sueños de pintadas muñecas?
Un duende misterioso sobrevoló el crepúsculo y se sentó en los frescos umbrales de mi puerta.
Con él marchó mi niña de papel y tijera
–después de cepillar su cabello castaño y abandonar los lazos que ceñían sus trenzas-
a compartir secretas y cómplices sonrisas en su primer refugio de penumbra y vereda.
Con él huyó mi niña de papel y tijera
vacilando sus pasos por únicos senderos que le marca la sangre ebria de primavera,
ensayando volátiles remedos de mañana fuera de las murallas de mi casa de piedra.
Sin embargo,
en las noches
–cuando el duende se aquieta-
puedo ver en sus ojos los mensajes traviesos que me envía su infancia de papel y tijera
desde el arcón callado donde duerme el recuerdo
oculto en la mirada soñolienta y ajena.
Y hay destellos fugaces vagando en sus misterios de tímida luciérnaga disfrazada de estrella…
¿Con qué sueñan tus sueños
sobre la verde hierba de la tensa pradera donde habita la noche,
mi niña adolescente de suspiros y esperas?

Pájaros callejeros.

Una sonrisa que sube desde el fondo de la lágrima,
desde ese hueco profundo lleno de imágenes pálidas
es la mejor recompensa que recibo en las mañanas
de mis niños desvalidos,
sedientos de afecto y calma.
¿Cómo negar la caricia que están pidiendo sus caras?
¿Cómo dejar de estrechar sus manecitas aladas?
¡Pobres mis niños gorriones saltando de rama en rama!
La calle los hace pillos que no le temen a nada.
Pelean y se revuelcan sobre los pastos mojados
mientras se escapa la infancia por los bolsillos gastados.
Disfrutan su libertad de nidos deshabitados
revoloteando
rebeldes
sus silencios trasnochados.
Sin embargo
cuando muestran esa mirada quebrada
siento que me hundo despacio en la tibieza de su alma
y ya no quiero escapar de esta prisión sin cadenas donde me aferran,
ansiosas,
sucias manitos morenas.

Colonia Dolores.

¡Qué adecuado su nombre!
¡Qué advocación precisa
para encerrar en ella una raza vencida
por la cultura nueva del hombre golondrina
que surcó los océanos en dura travesía.
No más manos morenas formando las vasijas
para guardar el agua en su cuna de arcilla.
No más cabezas de aves
en esta alfarería de barro sometido por ásperas caricias.
No más recolectar el fruto que se brinda.
Detrás del holocausto va naciendo la espiga.
No más el pintoresco refugio de las islas.
Detrás del sacrificio el ganado camina.
No más la flecha al viento tras gacelas perdidas.
No más el monte virgen mostrando sus espinas.
Detrás del homicidio
los capullos se inclinan mostrando la blancura que envuelve la semilla.
El ladrón ofreciendo migajas campesinas mientras espera,
ansioso,
que crezca la gramilla:
-Si no saben sembrar la tierra será mía.
Mil papeles extraños
con palabras escritas en esa lengua absurda de campanas dormidas explicando el despojo,
las muertes presentidas,
el pulso arrebatado en las venas ardidas
la humillación legal acechando fatigas.
Y como corolario de esa conducta altiva
le otorgan al poblado la advocación precisa
entre todos los nombres de su cultura antigua.
La Colonia Dolores para la estirpe herida,
el suelo prometido a las raíces indias.

Estado de sitio.

Por la noche estrellada huyen furtivas sombras de azules infinitos y botones dorados
asomando reflejos de luciérnagas pálidas.
El código lingüístico
casi desconocido
imagina la furia de algún mar invisible rompiendo el equilibrio de puntas erizadas.
Sobre el triángulo exacto,
las piernas asombradas balanceando su miedo de historias repetidas
improvisa a tus pies el suelo de una barca.
Tus dedos sorprendidos
reconocen al tacto los gastados ladrillos borrachos de rocío,
suavemente amusgados por la lluvia pasada.
En este mismo espacio,
habitando otro tiempo,
contabas treinta y uno alentando escondites
en los tibios crepúsculos de verano y de infancia,
cuando era tan sencillo hacer volar las risas sobre la histeria alerta de sillón y vereda
que sacaban al hombro las vecinas hurañas.
Te violentan las manos que recorren las pieles,
las que arrojan los libros sobre el pasto dormido con la crueldad extraña que tiene la ignorancia
cuando la omnipotencia las torna despiadadas.
El miedo va oxidando las tímidas respuestas que reclaman sus huecas voces autoritarias.
Sospechoso de todo lo que ellos no comprenden.
Preguntas y respuestas
hasta hallar el silencio del motor alejándose por la calle empedrada
cobijando el agónico sonido lastimero de labios apretados
que hace sólo un momento…
hace casi una vida…
eran dueños del alba
y el amor
y el futuro
y la risa
y el canto.
Cómplice del absurdo,
la vereda de enfrente muestra la indiferencia de sus puertas cerradas.
Indefenso y temblando.
Indefenso y lloroso.
Indefenso.
Indefenso.
Perdido en las tinieblas que tendió la violencia en esta noche amarga
en que Dios se ha dormido como duermen los dioses,
dejándote tan solo que ni el amor te llega…
y agonizan tus sueños tras un velo de lágrimas.

La caída.

La cópula incestuosa de humanos sentimientos arruinó tu futuro promisorio en la empresa.
Rivalidad,
envidia,
egoísmo,
soberbia
y algo de necedad en la áspera respuesta que le diste a tu Jefe
al repartir los cargos
aquel amanecer
sobre la larga mesa.
Te negaste a servir,
rehusaste la obediencia,
solitario rebelde en un mundo sumiso
que aún estaba naciendo de su manto de nieblas
donde tus pensamientos eran bien recibidos por la clara visión,
la gran inteligencia
y la mejor presencia del “team” de ejecutivos.
Te atreviste a enfrentar la ira de los justos
en un debate público
donde arriesgaste todo aquello que lograste con bondad y paciencia
en pos de un arrebato que sonrojó tu rostro
y consumió tu alma en un incendio vano
de vocablos candentes como tus mismos ojos.
Los amigos que hicieron causa común contigo
–encendidos por fuegos que alimentó tu boca-
fueron involucrados en el duro castigo
del destierro fijado entre las ciegas sombras de un muerto territorio donde todo es misterio
y figuras amorfas
que reptan
sigilosas.
Las palabras que fueron una vez vuestros nombres
borraron para siempre de los libros de piedra,
otras voces extrañas sustantivan tu vida en el nuevo universo de dolor y miseria
donde habrás de reinar para los desgraciados
sumidos en la eterna crueldad de sus condenas.
Nunca mejor monarca para los sumergidos
que habitamos la angustia de este reino infinito de oscuros transgresores, lancinantes culpables,
esclavos subterráneos de instintos primitivos
purgando sus pecados de débiles espíritus…
La escoria de los cielos.
Los ángeles caídos.

Judas.

Cantan en mi bolsillo con su risa de plata.
Cantan mientras aplasto las piedras del camino.
Están frescas al tacto,
titilan como estrellas a la luz de la luna que les presta su brillo.
Treinta piezas de plata amparan mi futuro.
Los días que me restan no sufriré pobreza ni las humillaciones que trae aparejadas.
Seré dueño del mundo con mis treinta monedas.
Un mañana sin sombras a cambio de ese beso que le daré al Maestro en el huerto dormido,
debajo de los ásperos y retorcidos troncos
cargados de amargura
de los viejos olivos.
Ya puedo divisar el fulgor de la hoguera.
Él está de rodillas
¿orando por su vida?
¿orando por mi vida?
¿orando por nosotros mientras ruedan las lágrimas por su mejilla ardida?
Es tarde para todo.
Nuestra suerte está echada.
He besado su rostro crispado de dolor y ahora me sobrecoge su voz estremecida:
-¿Con un beso, Iscariote, entregas a tu Dios?
Lo detienen los siervos que han venido del templo.
Hay sombras que se agitan y se alejan temblando.
¡Qué sola va su espalda por la calle olvidada caminando los pasos que le fueron marcados!
La luna se ha escondido entre nubes dispersas.
Nada quiebra el silencio del huerto solitario
hasta que mi bolsillo se estremece cantando con la ruin melodía de mis treinta denarios.
¡Qué fuertes los olivos!
¡Qué gruesas esas ramas!
El peso de mi cuerpo no podría quebrarlas…

Si todo estaba escrito, ¿por qué fui el elegido?
¿Quién puso en mi bolsillo treinta piezas de plata?

Domingo a la mañana.

El templo está colmado por fieles penitentes.
Han vestido sus sedas
y brillan los adornos bajo los resplandores reflejando sus luces en pebeteros de oro.
El sacerdote apoya el cáliz consagrado
sobre el altar de mármol
de perfección pulida.
Flota un perfume incierto en el aire dormido.
Miles de flores blancas agonizan sumisas.
El lamento del órgano se eleva hacia la cúpula.
Repican campanillas su cántico gozoso
y agobiadas se inclinan las cabezas culpables…
¡Dios está con nosotros!
¿Dios, está con nosotros?
¿Está conmigo ahora?
¿Está con mis hermanos?
¿Con la anciana que intenta comprar una esperanza?
¿Con la mujer sentada que juega con sus joyas?
¿Con aquel comerciante que arregló su balanza?
¿Con aquel joven médico de clínicas privadas
negándose a asistir pacientes sindicales?
¿O en ese funcionario
a quien Dios y la Patria habrán de demandar en otros tribunales?
¿Quizás con el señor hincado de rodillas
–los ojos distraídos clavados en el piso-
pensando en la manera de deslizar su cuerpo hasta el humilde lecho del cuarto de servicio?
¡Dios está con nosotros!
¡Dios, está con nosotros?
¿Está con esa tímida señorita que reza
–ahogada por el cuello de su vestido blanco-
sintiendo palpitar por sus azules venas el galope impetuoso de un deseo salvaje
que la lleva a vagar secretos territorios
en busca de los clientes para sus amoríos?
¿O en esa adolescente que ha entrado con su madre,
las manos apretadas en una unción perfecta
a pedir le concedan salud inquebrantable para abortar su niño de manera discreta?
¡Señor, yo no soy digno!
¡Señor, yo no soy digno!
El rebaño de fieles canturrea en voz alta los gemidos que ascienden adentro del santuario
y se toman las manos formando una compacta cadena de conversos
que adquirieron la gloria de recibir el Cuerpo del Gran Crucificado
con la conciencia limpia del que ordenó su casa
junto al velado pórtico de los confesionarios.
Y son dignos por fin.
¡Ahora sí que son dignos!
El aseo les dura una larga semana.
Son dueños de la gracia,
propietarios del cielo
con derecho a ocupar la celestial morada
y consumir el pan de su mesa tendida.
Miembros del importante y patético ejército
que habrá de proseguir su lucha de centurias contra los condenados y perdidos escépticos.
¡Podéis iros en paz, la misa ha terminado!
Alguien cierra despacio los portales del templo.
En la penumbra vaga de la iglesia vacía
se escuchan los sollozos de Cristo
en el silencio.

A Jesús.

¡Qué locura anunciar el reino de los pobres!
Las bienaventuranzas siempre están reservadas.
¿No te explicó tu padre
en la carpintería
lo arriesgado de ser portavoz de esperanza?
Como premio te han dado esta cruz de madera
y clavan
impiadosos
tu cuerpo lacerado
los hombres que hasta ayer te llamaban Maestro
y hoy niegan ante el mundo que una vez te escucharon.
Sin embargo
tú sabes
la semilla lanzada seguirá germinando
en el suelo que holló tu paciente sandalia
bajo este mismo sol
que ha escondido su rostro por no ver tu dolor.
Después vendrán los otros,
los mártires anónimos,
los que habrán de morir en la arena del circo
en las fauces de extraños y sangrientos leones,
cercados por el fuego que encendió su vecino.
Apaleados,
ahorcados,
lapidados,
lanceados,
soportando en silencio sus infinitas muertes
de carnes desgarradas por sus propios hermanos
totalmente culpables de pensar diferente.
Y morirán los niños
con sus vientres hinchados esperando otro reino que no está en este mundo
sólo porque sus padres no empuñarán las armas
agitando banderas de un amor absoluto.
Te asesina en la tarde eclipsada del Gólgota
las órdenes que emanan de los más poderosos
y tu doctrina mansa,
paradójicamente,
ha de ser instrumento de ulteriores despojos.
La humanidad perdida en tus simples palabras
que seguirán viviendo cuando llegue la noche
y todos los difuntos esperen tu llegada…

¡Qué locura anunciar el reino de los pobres!

La margen del Jordán.

Junto a las sacras aguas que cubrieron Su cuerpo mientras Juan
–el Bautista-
mojaba sus cabellos;
bajo el mismo,
grandioso firmamento sin nubes que nos envió el Espíritu
y el mensaje secreto;
en el mismo escenario que hollara la sandalia del casto Nazareno de indulgencia y milagro,
la muerte está cantando su absurdo canturreo…
la muerte está cantando.
Profanaron la tierra,
las márgenes del río,
desde el Mar galileo hasta el gigante Muerto,
las tapias encaladas de aldeas fronterizas,
la sangre que codicia el sediento desierto.
Después de dos mil años de enseñar su doctrina,
Caín sigue agraviando el cuerpo de su hermano con sus perversas manos podadoras de vida…
con sus perversas manos.
La humanidad perece entre roncos gemidos
ante la indiferente eternidad del cielo
que ignora la estallante risa de la metralla
cuando abrasa la carne
su mortífero aliento.
No descienden palomas sobre las quietas aguas.
Ha terminado el tiempo de las voces quemantes
y es demasiado tarde para empezar de nuevo.
Es demasiado tarde…

Vidas paralelas

Vidas paralelas

I

En su dúplex lujoso del vigésimo piso,
en el gris edificio de ladrillo y cemento
el dueño de la empresa disfruta de sus bienes tras las puertas trabadas con llavines de acero.
Su esposa lo contempla con mirada indolente
desde la lejanía de su sedoso lecho
mientras el viento airado silba por los balcones
y ellos hablan de nada en su idioma perfecto.
(No es noche para andar durmiendo a la intemperie
ni en las casas precarias que tienen los obreros)
Observan la TV con los ojos vacíos
y se liman las uñas
y cuentan su dinero
y actualizan su agenda
para evitar problemas de horarios con modistos o con el peluquero
destacando con rojo los tés con amistades,
las cenas de negocios,
las fechas de torneos.
Y luego se refugia
cada uno en su cama
a asumir los insomnios que les vienen de lejos
compartiéndolo todo
como es indispensable
en personas que habitan en un mismo silencio.

II

El obrero descansa su cuerpo fatigado
en el colchón hundido sobre la vieja cama.
Ella apoya la frente contra su piel morena
y lo abraza
con fuerza
debajo de la manta que tejió por las tardes con una sola aguja
enredando en los dedos tibias hebras de lana.
Se advierte el promontorio donde dormita el hijo
protegido y caliente
dentro de sus entrañas.
(No es noche para andar durmiendo a la intemperie
ni en fríos edificios de piedra y argamasa donde habitan familias de altos ejecutivos)
Recorren sus facciones con las caricias largas
y en voz baja comentan el diagnóstico médico,
el alza de los precios,
sus dolores de espalda,
escuchando el sonido con que el viento deshoja
los sumisos geranios que rodean la casa.
Y luego se refugian en las pieles desnudas
a asumir su apacible ternura cotidiana
compartiéndolo todo
como es indispensable
en personas que habitan una misma esperanza.

Canción de cuna para un niño pobre.

Pobre mi niño manso
que no tiene pañales para cubrir la suave desnudez de su carne,
mi tibio Nazareno de miseria palpable
aturdiendo en las noches con la urgencia del hambre.
Tan cercano a la vida.
Tan cercano a la muerte.
Habitando su frágil frontera transparente
acosado por fiebres que le vienen de lejos a destruir la constancia de su cuerpo inocente.
En este mundo oblicuo es difícil erguirse
vuelves eternamente a caer hacia abajo
y sólo sobreviven los que han nacido fuertes
para enfrentar los crueles combates cotidianos.
Llega temprano el sueño para los niños débiles
entre la geografía de los mundos terceros
donde todo te apremia a continuar luchando contra la tempestad que te empuja al silencio.
Acércate a mi pecho
el manantial exhausto de caminos vitales,
el eslabón endeble al que aferras tus labios firmemente obstinados
mientras miras mis ojos y mis manos te mecen.
Duérmete,
niño mío,
mi pequeño gigante dispuesto a desangrar sus piecitos descalzos
caminando jornadas de soles transitorios.
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

 

Los poetas.

Siempre abriendo caminos por regiones desiertas
Siempre abriendo caminos hasta el fin de los tiempos
Labriegos solitarios con reja de grafito horadando los surcos del silencio.
Sembramos la semilla de turbulentos verbos
y la soberbia plena de cada sustantivo.
Jardineros lacónicos podando en la maraña la exuberancia de los adjetivos.
Los místicos guerreros de una nueva cruzada,
vulnerables Quijotes de lápiz y papel
cabalgando en defensa de la palabra justa
con todo el corazón a flor de piel.
Esclavos sin cadenas de las voces desnudas con que se identifican los que no tienen voz
gritando las amargas y dolientes verdades
en el gastado nombre del amor.
Mágicos artesanos de imágenes perdidas
en páginas antiguas que archivó la memoria
entre los laberintos de incógnitas comunes donde acechan las dudas
y las sombras.
Sin saber dónde vamos
ni cuál es el destino
hacia donde arrastramos tu mirada confiada
en esta eterna búsqueda de auténticas respuestas.
Errantes peregrinos desvelados.
Siempre abriendo caminos en el alma.

Melancolía.

Ayer soñé los besos,
imaginé el mañana,
caminé las veredas que marcó la esperanza
porque la primavera era savia dorada palpitando en mis venas,
sonrojando mi cara.
Hoy vivo la tibieza de tus besos callados,
la risa de mis hijos,
el roce de tu brazo,
la hoguera de la carne incendiando el verano
en la íntima penumbra del lecho cotidiano.
Mañana seré sólo una presencia amiga,
un manojo apretado de palabras no dichas por ser innecesarias,
la paciencia infinita de mi otoño maduro en las tardes tranquilas.
Después,
las sienes blancas,
la sonrisa cansada,
un andar inseguro vagando por la casa,
mi mano acariciando tu piel acongojada,
el invierno
acechando detrás de la ventana.
Y cuando ya no exista el transcurrir del tiempo seré la esencia pura,
el eco del silencio,
un cuerpo abandonado
y un plácido recuerdo que volverá en la tarde mecido por el viento.
Siempre que un ave cruce la inmensidad del cielo,
que una frase no dicha llegue a tu pensamiento,
que una triste mirada se detenga en mis versos…
una parte muy mía estará renaciendo.

Caronte.

Caminaré al crepúsculo hacia el agua dormida
y pediré al remero suplante las orillas.
Los antiguos maderos abrirán una herida en el pecho del río avariento de proas
y en el silencio eterno que el barquero custodia
también seré silencio
navegando en las sombras.

Epitafio.

Nada queda de mí bajo la verde hierba
donde yace mi cuerpo con las alas quebradas.
Un silencio perfecto me arrebató los versos.
(Tras el portal umbrío no existen las palabras)
La muerte ya ha entregado mi carne a los gusanos
respondiendo a la insomne,
voraz naturaleza.
No susurres mi nombre junto a la tumba inmóvil.
Nada queda de mí bajo la verde hierba.