Domingo a la mañana.
El templo está colmado por fieles penitentes.
Han vestido sus sedas
y brillan los adornos bajo los resplandores reflejando sus luces en pebeteros de oro.
El sacerdote apoya el cáliz consagrado
sobre el altar de mármol
de perfección pulida.
Flota un perfume incierto en el aire dormido.
Miles de flores blancas agonizan sumisas.
El lamento del órgano se eleva hacia la cúpula.
Repican campanillas su cántico gozoso
y agobiadas se inclinan las cabezas culpables…
¡Dios está con nosotros!
¿Dios, está con nosotros?
¿Está conmigo ahora?
¿Está con mis hermanos?
¿Con la anciana que intenta comprar una esperanza?
¿Con la mujer sentada que juega con sus joyas?
¿Con aquel comerciante que arregló su balanza?
¿Con aquel joven médico de clínicas privadas
negándose a asistir pacientes sindicales?
¿O en ese funcionario
a quien Dios y la Patria habrán de demandar en otros tribunales?
¿Quizás con el señor hincado de rodillas
–los ojos distraídos clavados en el piso-
pensando en la manera de deslizar su cuerpo hasta el humilde lecho del cuarto de servicio?
¡Dios está con nosotros!
¡Dios, está con nosotros?
¿Está con esa tímida señorita que reza
–ahogada por el cuello de su vestido blanco-
sintiendo palpitar por sus azules venas el galope impetuoso de un deseo salvaje
que la lleva a vagar secretos territorios
en busca de los clientes para sus amoríos?
¿O en esa adolescente que ha entrado con su madre,
las manos apretadas en una unción perfecta
a pedir le concedan salud inquebrantable para abortar su niño de manera discreta?
¡Señor, yo no soy digno!
¡Señor, yo no soy digno!
El rebaño de fieles canturrea en voz alta los gemidos que ascienden adentro del santuario
y se toman las manos formando una compacta cadena de conversos
que adquirieron la gloria de recibir el Cuerpo del Gran Crucificado
con la conciencia limpia del que ordenó su casa
junto al velado pórtico de los confesionarios.
Y son dignos por fin.
¡Ahora sí que son dignos!
El aseo les dura una larga semana.
Son dueños de la gracia,
propietarios del cielo
con derecho a ocupar la celestial morada
y consumir el pan de su mesa tendida.
Miembros del importante y patético ejército
que habrá de proseguir su lucha de centurias contra los condenados y perdidos escépticos.
¡Podéis iros en paz, la misa ha terminado!
Alguien cierra despacio los portales del templo.
En la penumbra vaga de la iglesia vacía
se escuchan los sollozos de Cristo
en el silencio.
El templo está colmado por fieles penitentes.
Han vestido sus sedas
y brillan los adornos bajo los resplandores reflejando sus luces en pebeteros de oro.
El sacerdote apoya el cáliz consagrado
sobre el altar de mármol
de perfección pulida.
Flota un perfume incierto en el aire dormido.
Miles de flores blancas agonizan sumisas.
El lamento del órgano se eleva hacia la cúpula.
Repican campanillas su cántico gozoso
y agobiadas se inclinan las cabezas culpables…
¡Dios está con nosotros!
¿Dios, está con nosotros?
¿Está conmigo ahora?
¿Está con mis hermanos?
¿Con la anciana que intenta comprar una esperanza?
¿Con la mujer sentada que juega con sus joyas?
¿Con aquel comerciante que arregló su balanza?
¿Con aquel joven médico de clínicas privadas
negándose a asistir pacientes sindicales?
¿O en ese funcionario
a quien Dios y la Patria habrán de demandar en otros tribunales?
¿Quizás con el señor hincado de rodillas
–los ojos distraídos clavados en el piso-
pensando en la manera de deslizar su cuerpo hasta el humilde lecho del cuarto de servicio?
¡Dios está con nosotros!
¡Dios, está con nosotros?
¿Está con esa tímida señorita que reza
–ahogada por el cuello de su vestido blanco-
sintiendo palpitar por sus azules venas el galope impetuoso de un deseo salvaje
que la lleva a vagar secretos territorios
en busca de los clientes para sus amoríos?
¿O en esa adolescente que ha entrado con su madre,
las manos apretadas en una unción perfecta
a pedir le concedan salud inquebrantable para abortar su niño de manera discreta?
¡Señor, yo no soy digno!
¡Señor, yo no soy digno!
El rebaño de fieles canturrea en voz alta los gemidos que ascienden adentro del santuario
y se toman las manos formando una compacta cadena de conversos
que adquirieron la gloria de recibir el Cuerpo del Gran Crucificado
con la conciencia limpia del que ordenó su casa
junto al velado pórtico de los confesionarios.
Y son dignos por fin.
¡Ahora sí que son dignos!
El aseo les dura una larga semana.
Son dueños de la gracia,
propietarios del cielo
con derecho a ocupar la celestial morada
y consumir el pan de su mesa tendida.
Miembros del importante y patético ejército
que habrá de proseguir su lucha de centurias contra los condenados y perdidos escépticos.
¡Podéis iros en paz, la misa ha terminado!
Alguien cierra despacio los portales del templo.
En la penumbra vaga de la iglesia vacía
se escuchan los sollozos de Cristo
en el silencio.
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